Wednesday, August 29, 2007

BIB AZAHAR 12

LAS INFANTAS DEL REY
Hubo en otros tiempos que tal vez nunca existieron un gran rey, un rey muy poderoso cuya única afición era coleccionar niñas pequeñas a las que educaba y formaba para después casarse con ellas. Se rumoreaba que el monarca, conocido por todos como Pelthros IV, había llegado a tener hasta mil esposas; sin embargo aquel dato era erróneo, pues ni tan siquiera su vasto y majestuoso palacio tenía tantas estancias. Este polígamo, a pesar de tener tantas muchachas a su disposición, las trataba a cada una de manera independiente en función de su inteligencia, belleza, simpatía y otras cualidades que a él le agradasen. Nunca mezclaba a sus amantes salvo en grandes celebraciones, donde se reunían para comer, beber y bailar, pero en esos momentos el rey no prestaba amores a ninguna para no poner celosas ni ofender a las demás.
Un bonito día de invierno le llegó a Pelthros la noticia de que la hija de una de sus siervas había cumplido la edad de la Entrevista Real, cinco años. Fue entonces el rey con su guardia a la casa de la niña que había sido llamada Unduine por sus padres.
—Eres realmente hermosa—le dijo nada más verla el monarca, pero ella apenas le hizo caso; su picaresco rostro se fijó en uno de los jóvenes soldados que protegían la vida de su señor. Unduine se acercó a él y le bordeó hasta ponerse a sus espaldas, se puso de puntillas y le acarició la espalda mientras decía:
—Pobrecito, tuvo que dolerte mucho que te arrancaran las alas ¿Qué te pasó?
—No te preocupes, mi niña—respondió el rey riéndose—. Mildraed es una de mis exquisitas adquisiciones; nació sin alas, curioso ¿verdad? Mildraed, muéstrale tu espalda a Unduine.
Su escolta no dijo nada, ni tan siquiera cambió su expresión; se limitó a descubrirse los hombros para poder seguir bajando la liviana camisola hasta su cintura.
—¿Lo ves? No hay cicatriz—explicó Pelthros—. Es normal que te extrañe ver a un hombre no alado. Si te gusta te lo regalaré para que te haga compañía y te proteja. A fin de cuentas es mi súbdito más fiel y, ya que eres tan hermosa, con él cuidándote me siento más seguro, pues los que no tienen alas no pueden sentir; será mejor protector que cualquiera de mis eunucos.
La entrevista prosiguió durante toda la tarde.
—Eres la más exquisita, ingeniosa y virtuosa niña del reino—concluyó el soberano. Por tanto te daré el mejor aposento, los mayores privilegios y lujos y todo cuanto desees. Pagadles a sus padres lo que pidan por ella; mi nueva infanta es la mayor de las joyas.
Mildraed cogió de su cinto un saquito que, por el sonido que producía al agitarlo, debía estar lleno de monedas.
—El primer regalo que te otorgo es este vasallo—ofreció el rey.
—Majestad, no puedo aceptarlo. Es una persona y no un objeto—replicó tímidamente la cría.
—Tonterías…—rió nuevamente Pelthros. No tiene alas, no es humano. Mira tus radiantes y solemnes plumas, capaces de envolverte y que te dan ese porte de diosa que ha hecho que me enamore profundamente de ti. Quizás ahora tus alas sean pequeñas y no te permitan volar, pero pronto serás una mujer hecha y derecha y , gracias a mí, recibirás conocimientos y educación; te convertiré en toda una infanta, en mi infanta más amada.
Finalmente el monarca, sus súbditos y Unduine se retiraron al palacio y, curiosamente, la pizpireta chiquilla no derramó lágrima alguna a pesar de tener que separarse de sus padres a tan temprana edad. Ella estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de salir de la miseria que la venía persiguiendo; por eso durante los dos últimos años se había dedicado a perfeccionar su carácter para agradar a su señor y, por suerte o por desgracia, lo había conseguido. Nunca más tendría que pasar hambre, nunca más tendría que vestir ropas raídas…
Pasó el tiempo y Unduine se amoldó a la perfección a su nueva y cómoda vida. Solamente tenía que preocuparse por sus estudios; todo lo demás se lo proporcionaba el soberano. Desde que Pelthros asignó a Mildraed como guardia personal de la última llegada, éste no se separó de la niña ni por un instante. Dormía en la habitación contigua a la de su protegida, aunque tenía pocas horas de descanso pues el más mínimo ruido le desvelaba y le ponía alerta. La acompañaba a dondequiera que ella fuera sin tan siquiera protestar. Unduine sólo tenía que hacer un pequeño chasquido en mitad de la madrugada para que él la siguiese a pasear por el jardín en plena oscuridad. Esto fue lo que ocurrió una hermosa noche cuando la muchacha, que ya había alcanzado los diecisiete años, decidió abandonar su alcoba para ver la luna llena en el estanque. Ambos cruzaron los amplios terrenos hasta que se sentaron a orillas del gran espejo del cielo.
—¿No estás cansado de esto?—preguntó la fémina.
—¿De qué?—dudaba él.
—De la vida que llevas.
—No lo entiendo.
—Yo soy una infanta y vivo bien aquí en el palacio porque se me ofrece todo cuanto deseo, pero tú eres mi guardián, siempre tienes que estar cuidando de mí ¿no estás cansado de eso?
—No, soy feliz porque cumplo con la voluntad de mi señor.
—¿Por qué hablas así? Tú no eres un esclavo. Aunque no tengas alas sigues teniendo una voluntad propia, eres libre; al menos conmigo lo eres.
—Siempre has sido muy graciosa—dijo Mildraed, intentando controlar su afable risa. Ya sé que soy libre. Mi señor me ordenó que te cuidase porque confía en mí más que en nadie, y no porque no tenga alas, sino porque me he ganado su confianza y porque le debo la vida. Cuando yo era pequeño me encontraron dos infantas cerca del castillo y, al ver que yo era un niño no alado, me dejaron allí, no me recogieron. Por suerte el rey Pelthros volvía de una cacería y al verme, en lugar de tomarme por un monstruo, me cogió y me llevó en su regazo hasta este espléndido lugar. Me crió como a uno más, por eso yo me considero como cualquier otro, pero me siento en deuda con él porque si no hubiera sido por su majestad yo hubiera muerto desnutrido y solo bajo un árbol.
Unduine se levantó. Su rostro parecía algo incómodo, o al menos eso pensó su protector, aunque en mitad de aquella oscuridad era difícil distinguir su expresión.
—Voy a bañarme—repuso la mujercita.
—Señora, hace frío, no lo haga, además no lleva ropa de baño alguna—aconsejó Mildraed.
—Lo que yo haga es cosa mía.
Y diciendo esto, con un leve movimiento de su cuerpo, dejó caer la fina y sedosa tela que utilizaba para dormir. Rápidamente el soldado apartó la mirada de aquella soberbia figura desnuda y la joven se zambulló en el agua levitando por unos instantes con sus pálidas alas.
—No me importa que me mires—parloteó con una risa pícara la infanta—. A fin de cuentas Pelthros me dejó a tu cargo porque confía en ti al igual que yo.
—Pero vuestro cuerpo sólo pertenece a un hombre y sólo él puede mancillarlo con su mirada, su tacto y su placer.
—Lo sé. El año que viene cumpliré la edad de perder lo que llevo guardando desde el día en que nací y, en ese momento, me convertiré en una verdadera infanta, en adulta, y cumpliré mi sueño.
Aquel era el último año de infancia de Unduine y lo vivió despreocupadamente junto a Mildraed que, tras tanto tiempo, se había convertido en su mejor y único amigo. Las otras aristócratas la odiaban porque el monarca, desde la llegada de la niña, había sentido predilección por ella y, si en un principio las trataba por igual a todas, poco a poco fue prestando toda su atención y tiempo a la última agregada de la familia, y sólo se solía separar de ésta por las noches cuando iba a visitar a las demás esposas de mayor edad. Sin duda alguna, Pelthros estaba impaciente por que la cría que recogió hacía doce años cumpliese la mayoría de edad. Sentía por ella una profunda admiración, una obsesión desmesurada; se había convertido en el centro de su universo. Después de ella no había entrado en palacio ni una niña más, y las otras se habían convertido en objetos de placer. La caballerosidad del rey se había reducido únicamente a sus relaciones con Unduine.
Finalmente llegó el tan esperado día, la ceremonia de la Emancipación. El monarca llevaba demasiado tiempo esperando aquel momento. Cogió a Unduine bruscamente por el brazo y la arrastró hasta su dormitorio. La empujó contra el mullido colchón, rasgó con violencia su vestido hasta que sus hermosos y redondeados senos quedaron al descubierto y allí, entre algún grito de dolor, Pelthros consumó todo el amor que había contenido en los últimos años. Cuando el monarca se sintió satisfecho se incorporó del lecho y vio cómo su amada seguía allí tirada, sin pronunciar palabra ni ruido alguno. Entonces el hombre empezó a acariciarla; pasó la mano por su sedosa cabellera negra, por su majestuoso cuello, por sus resplandecientes alas blancas, por sus pronunciadas caderas…Pero Unduine no hizo gesto alguno, quedó como muerta. El rey, algo furioso, se levantó, se vistió, se fue pensando que quizás su amor había sufrido algún trastorno por ser la primera vez y decidió no enfadarse con la joven mujer pues, a fin de cuentas, era lo que más le importaba en el mundo. Aquella misma tarde Pelthros dio orden de que nadie le molestara. Unduine, por otra parte, regresó a su habitación cubriendo su cuerpo con las sábanas del monarca, unas sábanas sucias y sudadas por el esfuerzo de la carne. La infanta parecía un fantasma, un alma sin vida que recorría un largo pasillo sin final. No volvió a pronunciar palabra y, sin embargo, el rey seguía invitándola a su aposento todas las noches; ella no se podía negar.
Un día, dos días… una semana… un mes… un año… todas las noches Unduine sintió aquellas manos sedientas de placer rasgando sus alas, mas su cuerpo y ella misma no llegaron a acostumbrarse.
—¿Me amas?—le preguntó Pelthros.
No hubo respuesta. La muchacha llevaba demasiado tiempo sin gesticular palabra. Se decía que alguna extraña enfermedad le había robado la voz y la alegría. Mildraed fue una buena noche a visitar a su protegida.
—Voy a entrar, me da igual lo que tú quieras—dijo el muchacho.
Abrió la puerta y se encontró a la joven llorando desconsolada entre los velos transparentes que cubrían su cama.
—¿Qué te ocurre, Unduine? No eres la misma—y lentamente, como un domador se acerca a una fiera, se sentó junto a ella—. ¿No quieres seguir viviendo en el castillo con Pelthros?—siguió preguntando—. No seas así, sé perfectamente que puedes hablar, te escucho por las noches; mientras sueñas sueles decir cosas raras.
La joven se secó los lagrimones con las mangas del vestido, tomó aire y con gran esfuerzo dijo:
—No quiero quedarme aquí, pero tampoco quiero irme.
—¿Ves? No era tan difícil…Venga, arréglate y saldremos a pasear, como en los viejos tiempos. Hace mucho que no ejercitas tus alas ¿quieres que te lleve a cazar hadas?
—No, gracias, pero no; no quiero tener que esclavizar a nadie, a ningún ser… Eres libre, Mildraed, no tienes por qué cuidar de mí; ahora sé cómo se sienten las hadas cuando se las mete en un tarro y se contempla cruelmente su belleza.
La chica se levantó y fue hacia su tocador. Cogió su gran caja de cristal y la llevó hasta la ventana para abrir posteriormente la puertecita. Todas aquellas personitas movieron con pereza sus inutilizadas alas de mariposa y volaron por el cielo en libertad para siempre.
—¡Qué lástima! ¡Te gustaban tanto y les tenías tanto cariño!—dijo el hombre.
—Merecían ser libres… Ellas no tenían la culpa de los caprichos de esta estúpida mujer, al igual que tú.
—¿Qué es lo que te ocurre? No eres la misma niña de antes—volvió a insistir el guardián.
—He perdido lo único que tenía… Yo ya no quiero poder, no quiero una vida llena de caprichos. Ahora lo sé, pero es demasiado tarde; la felicidad no se puede encontrar siendo esclava de un amo.
—Deberías hablar con nuestro señor, quizá él pueda ayudarte.
—Es imposible. Él es el causante de mis desdichas y, además, ya nadie puede salvarme.
—Eso es cruel, Unduine. Él te ama más que a nada en el mundo, deberías sentirte orgullosa.
—¿Orgullosa? Soy su juguete, su diversión, su placer…
—No es cierto y lo sabes.
—Mildraed…
—Dime.
—¿No hay nada que quieras decirme?—se provocó un silencio incómodo, pero después la muchacha siguió—. Perdóname Mildraed, tengo que ir a satisfacer a Pelthros. Me ha encantado hablar contigo después de tanto tiempo.
El joven ni siquiera se movió y Unduine se fue como el espectro en que se había convertido por el pasillo, en el más estricto silencio. Cuando salió de la habitación Mildraed se cubrió el rostro con las manos y en un tono suave y débil, casi imperceptible, se pudo escuchar: “No vayas”.
Un débil golpe en la puerta sacó al monarca de sus absortos pensamientos.
—Abridme, mi señor, soy yo, Aralis—dijo una fascinante voz desde el otro lado del muro.
—Está abierto—respondió Pelthros, mientras fingía una despreocupada sonrisa—. Estaba contemplando todas esas hermosas hadas; es extraño que estos días haya tantas…
—Mi señor—interrumpió la hermosa dama—nos conocemos desde hace demasiados años. ¿Qué os ocurre? ¿Es cierto lo que dicen nuestros guardianes? ¿Pensáis abandonarnos?
—Lo lamento mucho pero así es… Quizás así Unduine pueda comprender lo mucho que la amo y, sin embargo… cuando estoy con ella no puedo dejar de comportarme como un patán; su cuerpo me transforma en una bestia.
—Jamás os había visto así. Si vos sois más feliz sin nosotras, nos marcharemos; haremos tal sacrificio porque os amamos.
—¿Qué insinúas, mi querida Aralis? Siempre hablas transformando la verdad.
La joven rió y añadió:
—Esa era la cualidad que más amabais de mí—y dándose la vuelta se marchó.
La infanta de alas blancas llegó tras muchas cavilaciones a aquella estancia que se había convertido en la más temible y sangrienta sala de torturas. Encontró a su señor sentado en el poyete de la ventana contemplando el cielo y las esponjosas nubes que vagaban por él.
—Unduine, ¿me amas?—preguntó melancólico, pero ella no dijo nada; se limitó a sentarse junto a él—. Hoy he dado la orden a todas las demás para que abandonen el palacio, las he dejado libres ¿eres más feliz así? ¿Son los celos los que te están matando por dentro?
—Mi señor, vos amabais a esas mujeres y ellas os amaban; habéis sido quien nos ha sacado de la miseria y la ignorancia…
—Merecían ser libres—.
Por un instante la joven se ruborizó; aquellas palabras ya las había oído saliendo de sus propios labios.
—Eres tan hermosa y tan infeliz…dime ¿cómo puedo complacerte? Pídeme cualquier cosa…
En aquel instante Pelthros volvió a ser dominado por sus instintos más bajos y allí, junto a la ventana y el trinar de los libres pájaros, nuevamente acalló sus deseos con la pálida carne.
—Lo lamento—dijo el rey, serenándose.
Unduine se derrumbó. Rompió a llorar recordando su ambiciosa visión del futuro. A su mente volvieron los espíritus y sufrimientos del pasado: recordó las palizas que su madre le había dado siendo una niña, todos los duros castigos a los que la sometieron, todo el dolor que tuvo que vivir para llegar a donde ahora se encontraba. Todo aquello la había conducido a ser la más amada y, sin embargo, seguía sufriendo. Todos los caprichos, toda la educación, todo el amor y el cariño no la habían hecho más feliz.
—¿Por qué lloras, mi niña?—preguntó el monarca.
—Perdonadme, son lágrimas de felicidad, me siento dichosa por lo mucho que me queréis.
El soberano, no conforme con aquella mentira, se levantó indignado y se marchó a descargar su ira sobre algún inocente criado. Unduine, una noche más, retornó fatigada a su dormitorio. Allí seguía Mildraed.
—¿Me acompañas al lago?—rogó la muchacha.
Su guardián, que bien la conocía, sin mediar palabra la siguió como cualquier otro día, como era su deber. Al llegar, la joven mujer se liberó de sus vestimentas y se lanzó al estanque como ocurriera dos años antes, mas ya no había risas, ni miradas… Por más pura y cristalina que era el agua, ella no se sentía más limpia; por mucho que intentaba arrancar las marcas de su señor le resultaba imposible, su cuerpo se había consumido en los brazos de un hombre al que ella no amaba. Varias lágrimas rompieron la uniformidad y rectitud de un agua en calma con unas graciosas ondas. “Si muero, todo acabará”, pensó Unduine. Sin embargo su turbia reflexión se vio interrumpida por Mildraed quien, sigilosamente, había ido acercándose a ella hasta poder abrazarla cálidamente por la espalda, tan fuerte que los dos cuerpos serenos y desnudos parecieron mezclarse.
—Traicionemos a nuestro rey—susurró el hombre, mientras besaba dulcemente los hombros de su protegida—vayamos a donde nadie nos conozca, tengamos una vida juntos…no quiero seguir compartiéndote…Te amo.
—Lo siento, este es el camino que tomamos. Tú le debes la vida a tu señor y yo le debo mi amor incondicional—dijo la mujer alejándose de su guardián.
—¿No me amas? ¿Todas tus provocaciones no han sido más que un juego? ¿Me haces ponerme en contra de mi rey para nada? ¿Me enamoras para abandonarme?
—Estoy cansada. Buenas noches.
Por primera vez Unduine recorrió sola los dominios del castillo hasta que llegó a sus aposentos. Cerró la puerta y un escalofrío sacudió su cuerpo al recordar los labios de Mildraed sobre su piel.
En aquellos días el palacio estaba muy apagado por la ausencia de todas las infantas; muchos soldados también se habían ido. La alegría y la majestuosidad que solían habitar entre aquellos muros habían desaparecido. El soberano, por entonces, pasaba la mayor parte del día contemplando el monótono paisaje que parecía vanagloriarse de que el tiempo no le inmutaba. Solía ver a la última de sus mujeres paseando a veces sola, a veces con Mildraed, a un hombre y una mujer fuertes, jóvenes, vivos… Contrastaba con frecuencia aquella belleza con sus decrépitas y desgastadas manos. “Nos marcharemos porque os amamos”… Reflexionaba sobre aquellas enigmáticas palabras cuando el sol estaba al caer, pues el cielo adquiría los mismos tonos rojizos que los cabellos de Aralis. “Unduine sería más feliz con un hombre vigoroso y enérgico”, pensaba a veces. Otras, en cambio, creía que lo mejor era mantenerse junto a ella; la obligaría a amarle. En su interior el rey comenzaba a perfilar una sentencia entre el desorden de sus ideas: “Si matara a Mildraed”…”Si Unduine fuera libre”…”Si volviera a mis cabales”…”Si le enseñara algo nuevo”…
—¿Me amas?—le preguntó un día más Pelthros a su amada.
—Mi señor, sois todo cuanto tengo—respondió ella, mientras lentamente se iba desnudando. Una noche más el soberano perdió el juicio al ver aquellos hechizantes senos, aquel terso cuello, aquellas suaves alas… Súbitamente empujó a la mujer contra una montaña de confortables cojines y sus labios recorrieron todo su cuerpo. Unduine cerró con fuerza los ojos; así le parecía más fácil soportar aquellos dolorosos instantes. Sin embargo aquella vez fue diferente, pues el monarca se detuvo; su mirada se perdió en la nada.
—Mi niña…—dijo finalmente con voz ahogada—. Vete, vete antes de que mis deseos se apoderen de mí. Huye, porque yo ya no soy aquel rey que tanto te adoraba; tu cuerpo me ha corrompido, me ha vuelto loco. Ve a donde jamás pueda encontrarte, vive por amor y escapa de esta fiera que lentamente nos devora. No son los celos los que te están matando, sino yo. He quedado tan ciego con el resplandor de tu cuerpo que he sido incapaz de ver lo mucho que me desprecias. Quizás ese instinto que vive en mí no ha querido verlo, pero yo te amo. Realmente te amo, y si yo soy tu mal mejor que no estés aquí. Huye mientras quede en mí algo de razón. Creerás que estoy loco, pero hasta antes de que tú entraras por esa puerta yo era el hombre de siempre…
—Majestad…
—¡Ciego! ¡Imbécil! Yo lo he visto, he visto cómo tu hermosura se perdía junto a este viejo carcamal, y he visto tu juventud junto a Mildraed. He oído vuestras risas en el lago. Definitivamente necesitas a alguien como tú, te mereces la felicidad. Yo… mi sueño siempre fue tener un palacio lleno de mujeres que me amaran por mi bondad, yo sólo pretendía salvar a esas niñas que se mueren en la calle en la miseria, salvaguardar sus maravillosas virtudes, pero ahora soy tan sólo un tirano más… no te merezco… a ti no quiero hacerte sufrir…vete.
—Gracias, mi señor—dijo ella cubierta de lágrimas.
—Me alegro de poder haberte hecho llorar de felicidad al menos una vez, al menos algo he hecho bien contigo—bromeó Pelthros mientras salía de su alcoba.
Unduine corrió hasta los aposentos de su guardián, el cual parecía ocupado metiendo sus escasas pertenencias en un saco.
—Llegas a tiempo, me voy. Como eres la única infanta no hace falta mantener un ejército tan grande—explicó el muchacho—. Lamento mucho haber intentado llevarte por el mal camino; supongo que por no tener alas, soy un demonio. Siento haber estado a punto de arruinar tu bondad.
—Iré contigo—respondió ella sonriendo—. Recorramos juntos todo el mundo, todas las ciudades, todos los pueblos…
—¿Piensas fugarte?
—No, soy libre, la última orden de su majestad es que vaya contigo. Tenías razón, es un gran hombre… en el fondo.
—Coge tus cosas, será un largo camino.


FIN

AROA RAMOS ZÚÑIGA
2º BB .I.E.S. Huerta Alta

Thursday, May 24, 2007

Bib Azahar 11

La Tierra del Color.
Primer premio en el II Certamen Literario del
“IES Huerta Alta”, convocado con motivo del Día del Libro.
el día 23 de Abril.

Hay historias que se convierten en leyendas y verdades que pasan de padres a hijos y acaban por convertirse en simples cuentos, pero éste no es mi caso; yo lo vi, lo vi con mis propios ojos, vi como la tierra sucumbía ante el mar.
Me llamo Arian y no soy más que un humilde aventurero. Ya de joven me conocían como “El Temerario”,¿pero qué hay de malo en buscar lo que uno desea? ¿Qué hay de malo en cerrar los ojos e imaginar parajes que quedaron olvidados? He viajado en busca de esos lugares, en busca de mitos, en busca de oro y en busca de fortuna y, finalmente, lo hallé todo, mas fue algo momentáneo.
Mi Historia comenzó no hace mucho y todavía recuerdo lo que me dijo un amigo que trabajaba al servicio de nuestra excelentísima y venerada reina:
-Han encontrado una tierra nueva al otro lado del mar. Dicen que es una tierra de salvajes pero que en ella hay más riquezas de las que cualquier hombre pueda desear; ahora buscan tripulación para otra expedición-.
“Ésta es mi oportunidad” pensé, y no dudé ni por un instante en ponerme al servicio de su majestad.
Con algunos contactos me colocaron de almirante en un pequeño barco y me otorgaron una tripulación de treinta hombres, todos ellos piratas buscando fortuna. No me entretengo en dar más detalles pues todo lo que prosiguió hasta el día de zarpar fue el típico protocolo.
Prevalece en mi memoria aquel día, 15 de julio de 1493, tres meses desde que regresara triunfante el descubridor de las nuevas tierras. Recuerdo la brisa del puerto de Palos, el olor del mar, el calor del sol…
Levamos el ancla un poco antes de lo establecido; el viento nos era favorable. Una semana más tarde salimos del mar conocido para adentrarnos en el peligro. Al salir de un mar cerrado a un océano inmenso, comprendimos que las condiciones meteorológicas no se asemejaban; aquí azotaba furioso el aire, las olas sacudían con fuerza el barco y además, las tormentas eran incesantes. Tras aquellos terroríficos acontecimientos, dos de mis hombres murieron. Después de superar el mal tiempo y, casi de continuo, nos asoló la enfermedad de la migraña llevándose consigo a otros seis piratas; únicamente quedábamos veintidós. Un par de meses más tarde no quedaban apenas provisiones; por suerte no hubo ningún motín, seguramente porque los dichosos piratas prefiriesen el oro al pan. Por otro lado, y después de tanto tiempo, empezaba a sospechar lo peor: estábamos perdidos. Pensé en que lo mejor sería no comentar nada a ninguno de los bárbaros que viajaban a bordo, aún sabiendo que aquello sería nuestro fin.
El dieciocho de agosto se consumieron todas las provisiones de vegetales y frutas; en consecuencia otros cinco hombres murieron de desnutrición. Quedábamos, incluyéndome, diecisiete.
Dos semanas después una extraña niebla nos envolvió inevitablemente; entonces, carentes de esperanza, divisamos nuestra salvación: tierra, mas no era una isla como las que se habitúan a ver. Se trataba de un gran acantiladote de aproximadamente unos cien metros que hubiésemos pasado de largo de no ser porque su superficie era totalmente regular y, lo que era aún más sorprendente, estaba artificialmente construida de lo que parecía ser acero, igual que nuestras espadas. La niebla y el alto muro de metal nos hicieron temblar. Producía un curioso terror, a la vez que nos arrancaba una exclamación de admiración. Nuestro barco en estos momentos se manejaba libremente movido por alguna fuerza sobrenatural y, para asombro nuestro, no seempotró contra el acantilado sino que lo bordeó hasta llegar a una pequeña calita a nivel del mar. Echamos el ancla y desembarcamos en dos pequeños botes. Al pisar suelo firme, descubrimos que la arena que había bajo nuestros pies no era la misma que la que se encontraba en nuestras costas; ésta era blanca y fina como la que se utiliza en los relojes de arena. Inspeccionamos toda la cala pero acabamos por concluir que nos encontrábamos entre unos inmensos muros imposibles de escalar; estábamos rodeados por mar y pared. De pronto, la tierra comenzó a temblar delicadamente bajo nuestros pies. Antes de que pudiésemos reaccionar nos encontrábamos sobre lo alto del acantilado, la isla nos había elevado como nosotros elevamos un barril por medio de un sistema de poleas; era, en una palabra, fascinante. Sin miedo y sin temor bajamos de la plataforma y ésta descendió hasta donde nuestro barco se encontraba. Ahora, desde arriba, divisamos a unos metros de nosotros una enorme cúpula sobre la que el cielo era reflejado. Mis hombres y yo, ansiosos por descubrir, nos adentramos en ella. Era como una gran burbuja, fácilmente penetrable, mas al atravesarla perdí el conocimiento.
Desperté en una habitación muy iluminada; había perdido el sentido del tiempo pero, por la luz anaranjada que entraba misteriosamente en la sala, debía de ser la puesta de sol. Escuché entonces una voz tan dulce que no pude descubrir, a ciencia cierta, si pertenecía a un hombre o una mujer.
-“Dad gracias a que estáis los dos vivos, ¿Qué personas extranjeras serían capaces de cruzar la barrera y seguir con vida?”-
En ese momento caí en la cuenta de que un joven marinero dormía apaciblemente cerca de mí.
-“¿Dónde estoy, qué hago aquí?”- pregunté.
-“ Me temo que te encuentras en unas tierras muy lejanas a tu hogar, ¿para qué han venido?-.
-“Somos aventureros , vamos en busca de la tierra del oro que han descubierto nuestros compatriotas no hace mucho”-.
-“¡Ah! Te referirás a las tierras de los indios, eso queda bastante lejos de aquí. He oído que “los de tu especie” llegaron de casualidad no hace mucho”-,
Al oír esto último de “los de tu especie”, una nueva preocupación recorrió mi cuerpo y no pude evitar el cuestionar:
-“¿Qué quieres decir con “los de tu especie? Hablas nuestro idioma ¿verdad?-.
-“Bueno, podríamos decir que somos primos hermanos, tenemos similitudes y diferencias, pero creo que deberías saber que vosotros no sois capaces de entender un lenguaje como el nuestro, ¿notas lo que llevas puesto en la oreja? Es un mecanismo que traduce nuestros idiomas al castellano; yo llevo otro inverso”-.
En ese momento entró el sujeto con el que llevaba algún tiempo hablando y, entonces comprendí a lo que se refería con que éramos diferentes. El individuo, aparentemente era varón, tenía el cabello de color azul y los ojos entrecerrados. Su cabeza era desproporcionada con el tamaño del cuerpo; ésta era un poco más grande de lo habitual, pero lo que más llamaba la atención era un cristal, del mismo color que su pelo, que llevaba incrustado entre ceja y ceja. Su piel era de un tono pálido que se asemejaba a la carne de un enfermo; no obstante presentaba en su mirada una gran vitalidad.
-“Creo que, ya que habéis llegado tan lejos, os gustaría visitar nuestras tierras ¿verdad? –preguntó el extraño hombre.
“Cuando tu amigo despierte, os mostraré lo que queráis. Es raro que recibamos visitas”-. Al cabo de un rato despertó el único de mis camaradas, que creo recordar se llamaba Oliver apodado “El Chico”, pues su estatura difícilmente superaba el metro y medio. Después el anfitrión le explicó lo mismo que me hubiese explicado a mí y se nos presentó bajo el nombre de Nerio. Salimos los tres de aquella estancia y entonces pudimos ver desde cierta altura, un enorme y extenso valle iluminado todo por el rojo atardecer. Las casas que pudimos divisar eran todas bastante semejantes, pequeñas cúpulas azules sin ventanas y con una pequeña puerta.
-“Os llevaré al distrito comercial, suele ser el más animado; aquí sólo vivimos los guerreros, más concretamente los que estamos retirados”- explicó Nerio.
Por el camino hasta el lugar donde debían encontrarse todos los comercios, el antiguo guerrero nos explicó que en aquellas tierras no tenían ningún tipo de confrontación con ninguno de sus vecinos, ya que cada uno tenía un papel que cumplir. Al parecer , y por lo que podía entender, existían cuatro tipos de personas: los nobles, los comerciantes ociosos, los guerreros y los labradores y trabajadores; además cada grupo tenía un cristal de un color predeterminado, siendo estos blanco, amarillo, azul y rojo respectivamente.
Llegamos finalmente a nuestro destino y efectivamente, allí la gran mayoría tenía un cristal amarillo al igual que el cabello, pero no amarillo como el rubio de los hombres y mujeres que viven al este de Castilla, sino del mismo tono que podría usar un buen pintor para dar color al polen de una flor. El Chico y yo estábamos realmente sorprendidos por lo que nuestros atónitos ojos estaban vislumbrando. Las calles estaban llenas de mujeres – todas ellas con la misma desproporción que el hombre que nos hubiese salvado- tapadas escasamente con telas sedosas, que danzaban felizmente por las estrechas calles que se formaban entre los pequeños puestos, donde más mujeres vendían productos que jamás hubiese podido imaginar.. El que más me gustó, y que finalmente terminó por regalarme Nerio, era una especie de concha que ellos llamaban Dial y que era capaz de guardar la voz y luego reproducirla exactamente igual cuando a uno se le antojase. Estuvimos un rato mi camarada y yo diciendo frases ingeniosas para que luego el Dial nos las repitiese. De pronto caí en la cuenta de que debían de haber pasado varias horas y la luz seguía aún anaranjada y entonces comprendí que allí la luz siempre es así. Después de haber visto todos los puestos en varias ocasiones, el nativo nos propuso visitar una taberna, que luego descubrimos que era la única. Tomamos unos cuantos zumos típicos del lugar porque, al parecer, ellos desconocían la existencia del alcohol.
Cuando cayó la noche, el cielo se tornó violeta oscuro y entonces volvimos los tres a la casa donde nos habíamos despertado y, en un instante caí rendido en la confortable cama.
A la mañana siguiente decidimos ir a ver los templos de culto de aquellas extrañas gentes. La arquitectura con la que éstos estaban edificados era impresionante. Los muros eran totalmente plateados y con unos garabatos que hacían florecer en nosotros unos sentimientos apacibles y de admiración. Allí nos encontramos con unos tipos de cabellos y cristal blanco por lo que debía de ser gente importante. Sin embargo, nos saludaron y prosiguieron hablando en un lenguaje que no pudimos comprender.
-“Creo que sois muy admirados aquí, es raro encontrar a gente tan…cómo decirlo…primitiva”- dijo Nero-.
-“¿Primitiva? Simplemente somos diferentes- repliqué.
El que nos acompañase rió, no había querido ofendernos con un comentario como aquel. Al llegar nuevamente la noche , tuvimos la oportunidad de ver una convocatoria. Todos los habitantes de aquella tierra se reunieron para sus típicas celebraciones que consistían en hacer un gran fuego y contar historias y leyendas en torno a él. Bebimos y comimos y nos trataron como a uno más, incluso nos pidieron que narrásemos otros cuentos que se contasen allí en Castilla. A mí no se me ocurrió ninguno con el que deleitarles pero Oliver, que al parecer era un gran orador, les contó la historia del Cid Campeador.
Creo que no cogieron muy bien el argumento, básicamente porque no entendían nuestro idioma, aunque sí que había algunos hombres y mujeres que tenían un aparato en el oído como el nuestro. Sin embargo, El Chico, hizo una especie de representación teatral y, si no lo comprendieron , al menos se divirtieron a su costa.
Unos días más tarde ya habíamos visitado todo el distrito del comercio, el del templo y el de los guerreros. Además algunos habitantes nos saludaban con un extraño “hola” que pronunciaban de una manera un tanto peculiar, pero era gratificante el que nos apreciasen tanto en un lugar como aquel.
-“Podría enseñaros también la zona de agricultura, no es que sea muy animada pero siempre es bonito ver el agua y descansar en los prados verdes”- nos recomendó Nerio.
Accedimos con mucho gusto y, antes de dirigirnos hacia allí, compramos algo para preparar un pequeño tentempié en los verdes parajes. Realmente nos dijeron la verdad, era el lugar más hermoso que jamás he visto. Un transparente río bajaba de lo alto de una colina y desembocaba en un gran estanque con el que surtían de agua las cosechas. A lo largo de la cultivada explanada
apenas se podía distinguir a los trabajadores que tenían el cabello de los mismos tonos que el paisaje. Algunos nos saludaron y otros no nos vieron, pero comimos sobre una loma una especie de hortaliza que ellos llamaban Quan y que, sinceramente, a mí me sabía a pescado.
-“Aquí no comemos animales como puedes haber visto, por eso fabricamos vegetales que nos aportan lo mismo que las carnes”- explicó Nerio.- “Es posible que vuestro pescado sepa así, supongo que será coincidencia.”
Pasamos algún tiempo más allí sentados, disfrutando de aquel paisaje sobrecogedor y entonces fue cuando ocurrió todo. Vi a una niña, que no tendría más de cinco años. Era, para mi asombro, morena y, aunque estaba a cierta distancia, pude ver, sacando de mi bolsa un pequeño catalejo, que ésta no tenía ninguna anomalía., “¿Es una de nosotros?”-pensé.
Antes de que pudiera organizar mis ideas, la niña cayó desvanecida en el prado. Corrí hacia ella junto con El Chico, Nerio nos seguía, riéndose. Entonces me enfurecí, me giré, le empujé y seguí corriendo para socorrer a la muchacha. Cuando llegué, observé que seguía con vida, tenía mucha fiebre y la cara demasiado rosada, Oliver corrió hacia el lago para traer un poco de agua pero, antes de que regresase, lo comprendí todo. Salió de su frente un pequeño hilo de sangre y la carne se separó, la pequeña sonrió y entonces salió el cristal que, aunque en un principio era negro, no tardó en tornarse blanco. “¿Blanco? Entonces tendría que ser de la nobleza”- comenté. En este momento llegó Nerio.
-“¿Ves como no pasa nada? Los cristales no surgen hasta que se cumple cierta madurez; el color del pelo le cambiará dentro de dos o tres días, no te preocupes…”- El nativo guerrero interrumpió su propia frase al ver aquel reluciente y nuevo cristal blanco.- “¡Es imposible!”- exclamó, tomó a la niña en brazos y desapareció del alcance de mi vista.
Regresé a la casa que nos había acogido junto a El Chico y esperamos el regreso de su dueño. Esto ocurrió varias horas después de que el cielo se hubiese tornado en violeta.
-¡¿Qué ocurrió?”- pregunté tan pronto como vi entrar a Nerio por la puerta -,
-“ Nada que os incumba, forasteros”- nos respondió en tono arisco- “Id a dormir, mañana volverá a haber una reunión aunque dudo que ésta os guste tanto como la anterior”-.
Al siguiente anochecer se organizó otra gran fogata como nos había prometido nuestro anfitrión. Sin embargo, no tardamos en comprender que aquello no iba a ser una fiesta animada, sino más bien algo que parecía un juicio. Al parecer, y por lo que pudimos entender, se procesaba a la madre de la criatura que habíamos encontrado la tarde anterior en el prado. La mujer era labradora y tenía cabello corto y verde como sus ojos, su cristal y sus vestimentas y, a pesar de que estaba en un juicio, no parecía estar atemorizada. El delito que esta señora había cometido era mantener relaciones con alguien que no fuera de su nivel y lo que fuera peor, con alguien perteneciente a la nobleza. Su hija era la prueba que la delataba. La pena a la que la condenaron fue la muerte. No sé por qué pero, en aquel momento, otra avalancha de ira corrió por mi cuerpo. Comprendí perfectamente que, aunqueen Castilla se realizaban los mismos sacrilegios, aquello era cruel; sabía perfectamente que nosotros realizábamos esas mismas prácticas; no obstante, yo jamás presencié ninguna. Entonces y sin quererlo, mis palabras salieron de la boca como el fuego sale por la boca del volcán.
-“¿Por qué la vais a matar? ¿Acaso eso no es una práctica atrasada para un pueblo como el vuestro? ¿No es igual de culpable el padre que la madre?”-.
Todos me miraban. La gran mayoría no entendió nada de lo que decía pero otros, gracias a su aparato, comprendieron, perfectamente lo que expresé.
-“Forasteros”- nos dijo un hombre anciano de la nobleza –“Lamento decíroslo, pero vosotros no sois quienes para entrometeros en nuestras leyes; vosotros hacéis esto mismo e incluso cosas peores ¿O acaso vuestra inquisición no tortura a pobres inocentes por simple placer? Además, nos vemos obligados pues, si no cumplimos, nuestro Dios, el Gran Dios Neptuno, nos castigará por nuestro júbilo irresponsable. Aquí donde nos ves, nosotros, poseedores del cristal blanco, somos hijos predilectos del Dios, por tanto nadie puede mezclar nuestra sangre con otra que no sea pura”-.
Unos hombres echaron al fuego unos polvos que a mí me parecieron pólvora, el fuego se avivó y la culpable mujer se colocó frente a él. Todos rezaban y cantaban melodías agridulces que en mi memoria quedan guardadas. El tiempo se paró o pareció pararse y entonces, con una gran sonrisa, la mujer se abalanzó hacia el fuego viendo cómo su hija lloraba por ella; en tan sólo un segundo saqué mi pequeño arcabuz y disparé a la prisionera. “Al menos así no sufrirá”- dije. La mujer estaba muerta, tendida en el suelo. Entonces, en aquel preciso instante, todos comenzaron a gritar.
-“Eres un demonio enviado de los infiernos”- me dijo Nerio arrebatándome el arma. Pensé que se habían sorprendido de ver mi arma; sin embargo, comprendí que estaba equivocado cuando éste prosiguió diciéndome -“No ha sido sacrificada en el Fuego de Neptuno, ahora su ira caerá sobre todos nosotros. Huye de aquí con tu estúpida arma y no volváis jamás, ni vosotros, ni ninguno de los tuyos”-.
La ira que me invadía era ahora tristeza. Había encontrado el paraíso y lo había perdido por mi tozudez, por no haber respetado a los nativos que tantos años habían convivido en paz en aquellas tierras. El suelo comenzó a temblar bajo nuestros pies, pero no suavemente como lo hiciese aquel elevador que nos trajese aquí, sino con violencia, como un terremoto azota sobre los pueblos. Nerio nos acompañó corriendo a su hogar. Todos corrían despavoridos para esconderse en sus respectivas casas. Cogimos nuestro equipaje y luego nos condujo hasta lo que parecía la pared de la burbuja que antaño todos mis camaradas y yo hubiésemos atravesado. Fuimos expulsados sin ningún problema y ni tan siquiera tuvimos una cálida despedida: todos nos odiaban.
Lenta y tristemente regresamos El Chico y yo a nuestro barco, que nos esperaba en la misma cala donde lo hubiésemos dejado. “¿Cómo llegaremos ahora hasta nuestra casa?¿Podremos entre dos manejar el barco? ¿Tendremos provisiones suficientes?” Cientos de preguntas invadían con rapidez mi mente, pero lo que más me preocupaba era lo que pudiese acontecerles a los habitantes de aquellas tierras que con tanto cariño nos habían acogido y que con tanta ira nos habían despedido. Zarpamos como pudimos; entre los dos levamos ancla, izamos velas y llevamos el timón hasta alejarnos de los preciosos acantilados de acero. Lo último que pudimos divisar fue cómo la isla se resquebrajaba, un trueno, un rayo, una ola y luego nada, La isla desapareció ante nuestra impotente mirada. En menos de medio minuto perdimos algo más valioso que todo el oro que pudiésemos desear.
Pasamos una semana a la deriva. Por suerte Nerio no había sido vengativo y, como si hubiese previsto el terrible futuro, nos había dejado tres cantimploras llenas de agua potable y unos cuantos Quans junto con otras cosas. Sin embargo, estas pobres reservas no nos duraron más de catorce semanas por mucho que procuramos racionarlas… Todo estaba perdido, todo era oscuro, perdí el conocimiento y deseé morir para poder ir junto a aquellos “hombres” a los que tanto apego tenía.
Recuperé la conciencia algo confuso, noté cómo unos ojos clavaban en mí la mirada y desperté y volví a encontrarme entre los míos.
-“Es un milagro que estés vivo, gracias a que unos barcos ingleses os encontraron”- me dijo una mujer que parecía una enfermera. –“Al parecer eres el único superviviente, el compañero que iba contigo no sobrevivió”-.
No dije nada, me limité a mirar a mi alrededor intentando buscar aquella luz anaranjada que ya jamás regresaría.
Unos días después me dieron el alta y volví a mi hogar, donde nadie me esperaba. Y entonces oí aquel cuento que uno de los nativos contó aquella noche en aquella isla. Sin quererlo había presionado mi Dial, que todavía conservaba en mi bolsillo. No pude entender lo que el aparato reproducía, pero sí pude sentir la felicidad que había sentido en aquel momento.

Dedicado a Jorge y a Carlos.







Sunday, November 05, 2006

bibazahar10

PRIMER PREMIO DE RELATOS CORTOS DEL CERTÁMEN LITERARIO DEL IES HUERTA ALTA EN EL DÍA DEL LIBRO DE 23 DE ABRIL DE 2005
(4º C)
HONOR Y DEBER
Hubo en otros tiempos, que tal vez nunca existieron, un hombre, un hombre que dejó su tierra, su poder y sus riquezas para encontrar su camino en la vida, y quiso buscarlo en lo más al este del mundo, allí donde las personas tienen los ojos rasgados y costumbres milenarias. Quiso encontrar la paz que buscaba en los hermosos y verdes prados del antiguo Japón. Para él fue el descubrimiento de un mundo nuevo, del mundo con el que había soñado toda su vida, un mundo más espiritual, libre y puro. Un mundo que nada tenía que ver con su lugar de nacimiento donde sólo el dinero y la apariencia tener poder.
Los que allí vivían, y a los que les pertenecían esos parajes desde tiempos inmemoriales, le aceptaron con dulzura y severidad, y este hombre, que había viajado de tan lejos y que nada conocía de aquellos lugares adoptó el nombre de Hirone.
No le resultó fácil aprender una lengua que nada tenía que ver con la suya, ni hacerse a sus costumbres, pero poco a poco se convirtió en uno más. Tal vez , Hirone no poseyera los rasgos ni el color de un auténtico japonés, mas su alma, mente y corazón decían y mostraban todo lo contrario. Sin embargo, y a pesar de que había llegado al lugar de sus sueños, todavía no era completamente feliz; le faltaba encontrar su camino, su vocación, necesitaba una meta por la que vivir y por la que morir, y un día el destino le mostró lo que andaba buscando.

Todo ocurrió una noche inquieta y fría en la que hasta las estrellas brillaban con miedo. Fue Hirone a coger leña a la falda de la montaña, como había hecho casi todas las noches desde su llegada al pueblo que tan cordialmente lo había acogido dos años antes. Cortaba leña de noche y la vendía durante el día, motivo por el que nunca tenía mucho que llevarse a la boca, pero, sin embargo, aquella noche no fue una más. Cuando regresó a su aldea vio cómo las casas estaban envueltas en llamas, cómo los hombres estaban desangrados en el suelo y las mujeres y niños calcinados en sus hogares. Aquella noche no quedó alma con vida y Hirone, frustrado por no haber ayudado en nada, hizo una gran fosa y allí, mientras salía el sol, enterró todos los cuerpos. Ahora no tenía nada que hacer, salvo llorar.
Pasó un día entero junto a la gran fosa donde yacían todas aquellas personas que con tanto mimo y esfuerzo le habían enseñado a adaptarse y a conocer aquel lugar que era Japón. No comió, ni bebió durante dos días, se estaba dejando morir allí, junto a los demás. Entonces, vio llegar su sueño y su camino a lomos de un caballo negro, de mayor tamaño de los que estaba acostumbrado a ver, junto a su jinete, con una bella y reluciente armadura inconfundiblemente perteneciente a un samuray.
Cuando el imponente guerrero llegó a donde Hirone se encontraba, bajó de su noble animal y dijo;

-“No vale la pena llorar por los que han muerto, la pena es que no pudiera llegar antes para intentar ayudaros, Mi nombre es Gunichi. ¿Dónde están aquellos que os hicieron esto?
-“Ni siquiera sé qué pasó, señor” –respondió costosamente Hirone, ya que tenía los labios exageradamente secos al igual que su garganta.
-“Me temo que se me hayan vuelto a adelantar esos malditos Ninjas del Clan Fumihe, que encuentran en la sangre de inocentes un espléndido entretenimiento. De todos modos gracias por vuestra ayuda, forastero.”

Gunichi volvió a montarse en su caballo y, cuando estaba a punto de marcharse, Hirone le detuvo diciendo:

-“Lléveme con usted, yo también deseo ser un samuray y así poder defender a la gente.”
-“Ser un samuray no es únicamente defender a la gente, ser un samuray es conocer tu camino, ponerte una meta y no parar hasta alcanzarla con honor y dignidad, es no dejar de avanzar por ese sendero aunque sea duro o te cueste la vida.” – respondió fríamente el grandioso hombre.
-“Acéptame como estudiante, Sensei” – Suplicó Hirone – No quiero ser un estorbo, pero, precisamente, si vine a estas tierras, fue para conocer y descubrir mi propio camino. Por favor, se lo ruego, acepte ser mi maestro.”
-“Está bien, ¿Cómo os llamáis? – Pregunto Gunichi.
-“Mi nombre es Hirone.”
-“Te falta un apellido. A partir de hoy serás Hirone Miyamoto , ven conmigo, iremos a Sakai, donde yo vivo, allí te enseñaré todo cuanto puedo, mas no esperes mucho de mí.”

De esta manera Hirone comenzó a andar tras su Sensei, olvidándose del cansancio, del hambre y de todas las adversidades.
Tras diez días de camino llegaron a la ya nombrada Sakai. Gunichi vivía en lo más apartado de la aldea, en la más inmensa soledad, en medio de sus propias plantaciones. Allí, en una pequeña casa típicamente japonesa, se instalaron los dos.
Gunichi era un ronin, un samuray sin señor y jamás dijo por qué perseguía a los miembros del Clan Fumihe, ni cómo perdió a su señor, lo único que Hirone conocía de su maestro era su nombre y que dedicaba su vida a vagabundear, cuidar su plantación, y cuando el dinero escaseaba, cazaba a algún delincuente para obtener la recompensa. En esos días eran muy normales las guerras entre distintos clanes de Ninjas o de samuráis. Estos clanes dominaban diversos territorios y tenían un líder o señor con súbditos guerreros que le apoyaban en las batallas contra sus enemigos, para el dominio de los territorios, de ahí la frecuencia con la que los líderes morían y que los samuráis quedaran sin señor. Por suerte para Hirone, Sakai era un territorio libre del dominio de todo clan, era una pequeña aldea, principalmente de agricultores cuya intención no era otra que tener alimento y reservas para los días de invierno.
Pasaron seis meses y la vida de Hirone adquirió una rutina monótona. Se dedicaban a recoger leña, llevar agua, ayudar en las plantaciones… Fueron seis meses en los que Hirone no cogió ni tan siquiera la bokken, que era la espada de madera que se utilizaba en las prácticas de kenjutsu, el arte del dominio de la espada.
Un día de invierno Gunichi le dijo:

-“El cuerpo del samuray es la manifestación de su espíritu. Para tener un cuerpo fuerte, hay que tener un espíritu fuerte. Por eso, tu yo interior debe cultivarse como tu caparazón exterior. Para tener un cuerpo fuerte has de conocer tu propia filosofía y disciplina, y buscar tu camino se basa también en la meditación. También has de saber que la espada es el alma del samuray, así como el distintivo de su rango, y además la espada del samuray posee su propia alma. Como samuray debes aspirar a la perfección del cuerpo y el espíritu, el deber y el honor son la esencia del camino del guerrero y deben preservarse aún a costa de tu propia vida.”

A partir de aquél día, Gunichi comenzó a enseñarle el arte de la lucha con la espada. En tan sólo cuatro meses el manejo de la espada por parte de Hirone era impecable, tanto que superó a quien había sido su sensei en todos los aspectos.
-“Tu camino junto a mi ha terminado joven Hirone, ya no puedo mostrarte nada más, por eso has de seguir solo tu camino, te hago entrega de esta Katana. Parte ahora y sigue tu sueño.” – Le dijo un bonito día de primavera Gunichi.
La espada que se le otorgó a Hirone era realmente bella: fina y ligera, brillante como ninguna otra katana, joven y sabia… Era una verdadera joya, era tan pura como el alma de su portador. El mismo día que su sensei le concedió su maravillosa espada, que parecía forjada por los dioses, Hirone decidió seguir su propio camino. Nada le quedaba en Sakai.
Atravesó varios pueblos y prácticamente vivió de la caridad, aunque progresivamente se iba haciendo más fuerte con sus andanzas. Ya había tenido varios conflictos armados contra otros samuráis vagabundos como él, pero de todos había salido victorioso. Nadie podía compararse en el manejo de la espada con Hirone y, en poco tiempo su nombre comenzó a sonar por todo Japón bajo el sobrenombre de Makenshi, que venía a significar “Espadachín demoníaco.” Este título se lo había ganado a pulso, ya que nunca tuvo piedad de sus adversarios, ni titubeó una sola vez con su espada, su demonio del Kenjutsu era temido por todos, y su Ninjutsu, donde su cuerpo era su única arma, tampoco tenía rival.
Un día recibió la visita de un mensajero que venía a reclamar su presencia ante su señor Katsuichi.
Hirone se presentó ante el hombre que le había solicitado, el cual únicamente deseaba la incorporación de tan valeroso guerrero a su Clan Gatsu, que en el lugar donde Hirone había nacido significaba “El Clan de la Luna”. El joven samuray aceptó tal petición y comenzó a vivir como un samuray más. Se le dio una bonita y acogedora casa a los pies de la montaña.
Hubo varias guerras contra el Clan Gatsu, pero de todas salieron victoriosos y, finalmente, Hirone terminó siendo la mano derecha de su señor. Era un perfecto samuray en todos los aspectos. Algunos le admiraban por ello, y otros, por el contrario, le tenían recelo y envidia ya que, después de todo, él no era de aquellas tierras.
Un día en que los campos estaban totalmente blancos por la nieve que ahora había cesado, el joven samuray decidió ir de paseo a la montaña, como cuando era un pobre vendedor de leña, aprovechando que la tranquilidad, impuesta por el temor que producía la leyenda Makenshi, invadía los dominios del Clan Gatsu.
Iba Hirone por los bellos y fríos montes cuando se percató de que alguien se ocultaba, con un gran paño blanco, en la exenta y pura nieve. Desconfiado desenfundó su espada, y sin que su rival presentara la más mínima oposición se acercó al individuo sin bajar la guardia, y totalmente amenazador con su katana levantó la tela que cubría la cabeza de quien le hubo de sobresaltar en su plácido paseo. Para su asombro, pudo ver que esa tela era lo único que cubría el cuerpo de una maravillosa y extraordinaria mujer de cabellos largos y negros que resultaban con belleza en el claro paisaje. Una mujer de tez y ojos que delataban su pertenencia a tierras de occidente. Temblaba como un animal y el gesto de su boca le daba un semblante de fiera, Parecía un bello lobo mostrando majestuosamente sus colmillos. Cuando Hirone fue a tocarla, la mujer reaccionó bruscamente para apartar el brazo del hombre. Luego la hermosa chica se puso a cuatro patas como una bestia del campo, amenazante, mostrando sus colmillos y frunciendo el ceño como un zorro que se ve acorralado, y no parecía tener ningún pudor pues, al haber adoptado tal postura se había desprendido de su tela y estaba totalmente desnuda, pero a ella parecía no importarle mostrar toda la naturaleza de su cuerpo.
El samuray, que parecía preocupado por la fuerza de la mujer, cogió el blanco paño, que se confundía con la nieve y se lo echó por encima a la bella y misteriosa chica que no paraba de temblar de frío.

-“Tranquilícese señorita” –intentó calmarla el hombre – “Mi nombre es Hirone Miyamoto ¿Cómo te llamas?”
Pero no hubo respuesta, la mujer se volvió a sentar apoyándose contra el tronco de un árbol y el samuray se sentó junto a ella y siguió diciendo:

-“Si no dices nada, no puedo ayudarte; ¿qué haces aquí? ¿De dónde eres?”

Y una vez más no hubo respuesta alguna. Hirone fue a ver si se encontraba bien poniéndole una mano en la frente, pero ésta reaccionó violentamente de nuevo. Cayó la noche y comenzó a nevar, primero muy suavemente, pero no tardó en desatarse una terrible borrasca.

-“Aquí moriremos de frío” – dijo de nuevo Hirone quitándose la nieve de la cabeza. – “Tienes que venir conmigo… ¿Me entiendes? ¿Me estás escuchando?”

La joven no reaccionó ante las palabras del samuray y se quedó inexpresiva, con la mirada perdida hacia el cielo. El hombre se puso en pie, le tendió una mano sonriendo, dijo con un idioma occidental “Ven”. La chica dudó y vaciló, olfateó la mano de quien se preocupaba por ella y, finalmente cogidos de la mano comenzaron a andar.
Al final llegaron a la pequeña pero acogedora casa del samuray. Nada más entrar la mujer salió corriendo a cuatro patas, al igual que los animales, hasta una esquina, y allí se quedó cubierta por aquella tela blanca que estaba empapada y helada por la nieve. Hirone fue a otra habitación contigua y regresó junto a la mujer portando una manta seca y muy cálida.

-“Toma, cúbrete con esto” – dijo el joven samuray dándole la gruesa tela – “Si te tapas con eso que llevas, morirás. Esta es mi casa, puedes dormir y hacer lo que quieras, ahora te traeré algo para comer y mañana ya se verá lo que hago contigo”
Al día siguiente Hirone, que aquella noche apenas había podido dormir, salió temprano hacia el pueblo vecino para comprar algo de ropa de mujer. Cuando regresó a casa, le entregó la ropa a la mujer, que seguía agazapada en el mismo rincón donde se había quedado la noche anterior, y le indicó que se la pusiera, mas ésta olfateó las prendas y comenzó a jugar con ellas.

-“¿Ni siquiera sabe vestirse?” se cuestionó el samuray –“Perdóname, pero no tengo alternativa” – le dijo entonces a la chica que parecía no entender las palabras de su salvador. Tras decir esto, le quitó la manta y le lavó todo el cuerpo que tenía cubierto de moretones y heridas y, cuando estuvo limpia y aseada, le puso la ropa. –“Esto es deshonroso” – Se dijo – “ Pero más hubiera sido dejarla a la intemperie como un animal.” La chica siguió sin moverse de la esquina: allí comía, dormía…pero poco a poco Hirone fue enseñándola a comportarse, a usar los palillos a la hora de comer, a hacer sus necesidades en la letrina en lugar de en el campo, a lavarse, a vestirse… La fue educando aunque ella seguía sin decir palabra, hasta que un día, el joven volvió a preguntarle de nuevo por su nombre; y, para su sorpresa, en un susurro débil y dulce dijo únicamente “Fuu” que significaba y sigue significando en el lenguaje occidental “Viento” era un nombre realmente apropiado para ella pues era frágil y fría, hermosa, fuerte y serena como si de un espíritu se tratara.
El tiempo continuó pasando, impasible e ininterrumpido como siempre. Habían pasado tres años desde la llegada de Fuu a la vida del temible y admirado samuray. Nadie en el lugar conocía la existencia de la joven, pues nunca salía de casa por orden de quien la había recogido. En ese entonces la mujer había aprendido a hablar tanto japonés, como latín, castellano e italiano.
Aprendió a cocinar y lavar, a tender, a limpiar, a coser… se convirtió en la criada de Hirone, y aun así, ella era feliz de poder estar con él, era feliz a pesar de que estaba encerrada y no podía salir de aquella casa, mas el samuray, que en aquellos años había ganado más fama, no pensaba igual y creía que ella era desdichada por haber perdido su naturaleza salvaje y su autonomía, y un día decidió preguntarle por su misterioso e ignorado pasado.

-“Comenzó a decir la mujer – Mi clan fue destruido y yo… soy la única superviviente”
-“¿Cuál era tu clan? ¿Qué ocurrió? ¿Quién acabó con él? – preguntó Hirone que hasta la fecha no se había cuestionado nada del pasado de quien ahora vivía con él.
-“Yo pertenecía al Clan Fumihe, éramos un clan pacífico, nuestros dominios eran pequeños , pero no deseábamos más. Estábamos contentos con lo que se nos había otorgado y principalmente nos dedicábamos a buscar la belleza de Ninjitsu, pero no para encontrar la fortaleza y la victoria frente a nuestros oponentes, sino para estar conformes con nosotros mismos. Practicábamos Nijitsu porque eso nos hacía encontrarnos bien con nuestro espíritu. Fuimos un clan pacífico cuya meta se encontraba en buscar la armonía con la naturaleza y por tanto, el resto de clanes, nos dejaban vivir en paz; pero un día apareció un demonio, su nombre es Gunichi… él acabó con todos nosotros en tan sólo una noche, yo me escapé y me refugié en la nieve, y luego tú me encontraste.
- “Mientes” – interrumpió furioso el samuray – “Eso es mentira, fue el Clan Fumihe quien acabó con todos los que me acogieron en un principio, Gunichi, quien fuera mi Sensei, sólo cumplió con su deber de acabar con unos asesinos como esos que se regocijaban en la sangre de inocentes”
- Fuu comenzó a llorar en ese momento y entonces Hirone
comprendió que esos comentarios habían causado un gran dolor en su corazón. Aquel día no se volvieron a hablar.
Unos días más tarde y, como muestra de arrepentimiento, decidió presentar a Fuu ante los demás miembros de la aldea haciéndola pasar por su hermana, y no tuvo muchos problemas en que le creyeran ya que, a ojos de los japoneses, todos los occidentales eran iguales aparentemente. Fuu fue acogida con cariño por todos, especialmente por los hombres ya que era bella, dulce, cariñosa e inocente. Ahora la chica era más feliz aún, sin embargo, Hirone sabía que aquellas mentiras no estaban bien, pero sentía compasión por la mujer que hasta entonces había estado encerrada.
Varios días después, cuando cayó la noche y el samuray regresó a su hogar, encontró a su supuesta hermana llorando en la esquina donde se había instalado los primeros días en aquella casa.

-“¿Te ha ocurrido algo? ¿Alguien te ha hecho daño?” – se preocupó por saber el hombre de la casa. Entonces se acercó a ella, que volvía a tener aquella mirada animal. Fuu cogió la mano de Hirone y se la puso en su pecho con dulzura mientras decía casi entre lágrimas:
-“Me duele aquí”
-“Llamaré al médico, podría ser grave” – se apresuró a decir el hombre mientras apartaba sonrojado la mano del pecho.
-“No es eso” – repuso la chica – “Me duele cuando pienso que no me crees, me duele cuando pienso que Gunichi fue tu Sensei…me duele imaginar que podrías ser como él…”
-“Él fue mi maestro” – repuso melancólico el samuray – “No sabía nada de él… pero, entiende que para mí es muy difícil creer lo que me cuentas. Yo también perdí a gente muy importante para mí y hasta hace poco había pensado que era obra del Clan Fumihe, ahora no sé qué pensar… Por cierto, te he traído un regalo”

Sacó de un fardo que llevaba a la espalda, una noble wakizashi, que era la espada propia que usaban las mujeres en el arte del Kenjutsu. De súbito , Fuu se inclinó hacia el hombre que tanto la había protegido, le abrazó con todas sus fuerzas y de sus labios sólo pudo salir un entrecortado “Te quiero”. Hirone la abrazó enérgicamente también y se dispuso a besarla, pues el tiempo había hecho brotar en ambos un sentimiento más puro, cierto y profundo que la amistad, el amor. pero justo en ese momento llamaron a la puerta. Era uno de los mensajeros del Clan Gatsu que venía a anunciar la ceremonia del Sepuku por parte de uno de los hombres más valerosos de toda la aldea, que había perdido su honor tras no haber podido cumplir la voluntad de su señor. El Sepuku era un ritual que realizaban los samuráis que habían perdido su honor y consistía en atravesarse el vientre con su propia espada y morir así recuperando su honor. Fue Hirone a presenciar tan sangrienta pero noble ceremonia cuando se dio cuenta de que no podía seguir así; desde la llegada de Fuu a su vida había ido perdiendo su honor progresivamente y él no deseaba terminar así sus días, realizándose el Sepuku o mucho peor viviendo desterrado.
Pasaron dos meses más y no había vuelto a haber ninguna muestra de amor por parte de ninguno. Una bonita mañana Hirone despertó y descubrió que la mujer a la que había acogido, mucho tiempo antes, no estaba, se había ido a lomos de un caballo. El samuray decidió seguir las pisadas del animal que llevaba la fugitiva y abandonar así sus obligaciones como mano derecha de Katsuichi.
Fueron quince días al galope en los que no halló ni rastro de la joven, mas al final, y en su desesperación vio un pequeño pueblecito que le recordó a Sakai. Allí vio al caballo en que la mujer se había escapado y también una multitud de gente alrededor de lo que parecía una pelea. En medio del conflicto, en el centro del gentío se encontraba Gunichi y la única superviviente del Clan Fumihe, la cual le dijo a su adversario:

-“Te he estado buscando, y ahora que te he encontrado, limpiaré el honor de mi clan que en su día también fue tuyo.”
-“Tienes razón” – respondió el guerrero mientras desenfundaba su Katana.
“Yo también fui miembro de ese ridículo clan, donde la violencia estaba mal vista. Fueron mis propios progenitores los que me desterraron por querer darle un buen uso a mi Ninjitsu. Por eso os odio, y ahora me arrepiento de haberte dejado vivir”.

Se enzarzaron en una fría pelea donde las espadas no dejaban de cortar el viento, ni de chocar entre ellas, mas era obvio, Hirone lo sabía, que la técnica de espada de quien fuera su maestro era muy superior a la mujer que en poco tiempo se vio tirada en el suelo, sangrando por un costado. Entonces Hirone no lo pudo evitar y se interpuso en la pelea amenazando con la espada al hombre, el cual dijo:

-“ Me alegro de verte Makenshi” – Toda la muchedumbre que seguía la disputa se alejó temblorosa tras oír el sobrenombre de tan temible samuray. –“Aquí tienes la última alma del clan que destrozó tu hogar, puedes vengarte de ella.”

Pero el joven samuray, movido por la cólera de ver herida a quien tanto amaba le respondió.

-“Eso no es cierto. Ahora sé la verdad y sé que no fue el Clan Fumihe el responsable de tan terribles acontecimientos pasados”

Gunichi rió grotescamente y prosiguió diciendo:

-“Esta mujer que ves aquí, de padre occidental y madre japonesa, es débil, al igual que todos los miembros de su clan. ¿Para qué proteger al débil? Si no acabo yo con ella, lo hará la propia naturaleza; es ley de vida que sólo sobrevivan los fuertes”
-“Tal vez, pero no dejaré que pongas ni una mano sobre Fuu” – Le cortó su antiguo alumno.
-“Así que os conocéis… Ese es tu problema, Hirone Miyamot” – Continuó diciendo Gunichi – “Confías demasiado en lo que te dicen las personas y te dejas dominar por tus emociones, eres una marioneta del destino. Sabes que, si me matas, vivirás maldito de por vida, pues fui tu Sensei en otros días más prósperos”
-“Pero también sé que, si no te mato, viviré maldiciéndome eternamente”- Dijo el samuray de menor edad mientras retaba con la espada a su antiguo maestro.

Comenzó una dura e igualada pelea, los movimientos de ambos eran muy similares y la gente parecía apasionada de poder ver a una auténtica leyenda del Kenjutsu en un combate como aquel. Parecía que ninguno de los dos rivales pudiese contra el otro y que ninguno se encontraba en desventaja ni en mejores condiciones. Fue una bella demostración de lucha con espadas, el movimiento de las katanas era pura poesía, y el sonido que éstas producían , música celestial, pero finalmente el alumno superó al maestro y el derrotado cayó muerto en el suelo arenoso y ensangrentado. Hirone ni tan siquiera miró a quien había sido digno rival de su acero, le dio la espalda al cadáver y examinó la herida de Fuu que se solucionó con unas vendas. Luego cogió a la mujer y, a lomos de su caballo, partió hacia su hogar.
En esos quince días de vuelta, la mujer se había recuperado notablemente del corte de su costado, pero el samuray estaba demasiado absorto en sus pensamientos como para darse cuenta de la buena cicatrización de la herida; fue el olor a fuego el que le sacó de su trance. Todo cuanto había a su alrededor estaba comido por las llamas: casas, campos, árboles, animales e incluso las personas. Una vez más había perdido su hogar. Recorrió todo su pueblo para comprobar que no había nadie con vida y para encontrar el cuerpo de su señor Katsuichi decapitado, colgando de una pierna en la rama de un árbol. Fuu también vio con espanto todo el panorama y, finalmente, Hirone bajó de su caballo, se arrodilló, desenfundó su arma y dijo:

-Esta es mi maldición por haber matado a quien fue mi Sensei. He perdido todo mi honor por no haber defendido a mi pueblo y a mi señor, ahora sólo puedo recuperar la dignidad que he perdido de una sola manera”

Y cuando estaba a punto de atravesarse con su espada, la joven mujer que tanto lo amaba , le detuvo con estas palabras:

-“No es el honor lo más importante, sino la felicidad, yo te amo por encima de todo. Por encima de la dignidad, por encima de la disciplina, por encima de los principios. Vivamos juntos y tengamos una vida dichosa y alegre”

Unos días más tarde Hirone y Fuu cogieron un barco que los llevaría hasta Sicilia, lugar del nacimiento del samuray, el cual volvió a adoptar su nombre cristiano: Adán. A su amada decidió llamarla Dafne y hacerla pasar por una joven y noble castellana que había conocido en uno de sus viajes por el Nuevo Mundo. Adán era perteneciente a una noble familia de la isla ya mencionada, próxima a la península italiana. Cuando llegaron a su destino, fueron muy bien recibidos por todos los que allí vivían, y al cabo de dos semanas, Dafne y él se casaron por medio de una ceremonia católica, como era de esperar de un miembro de una familia bien adinerada.
Pasaron los años y Dafne era muy feliz de poder estar con su amado, mas éste, a pesar de amar con locura a su esposa, echaba en falta su lugar y su mente seguía retenida por su gran amante: Japón. Éste fue el motivo de que la hermosa mujer, cuyo nombre en otros tiempos había significado Viento, entrase en una terrible pena y que un inmenso dolor cubriese por completo su puro corazón, ya que ella se sentía culpable de la desgracia de su esposo, y ciertamente así era, pues ella había sido quien le había detenido para recuperar lo que para él era más importante, le había contenido de que pudiese recuperar con dignidad su honor.
Y una noche de luna llena Dafne, con la mano en donde él había puesto una alianza, tomó su Wakizashi, que con tanto mimo había cuidado, y se atravesó el vientre como hubiera hecho un samuray. Cuando su marido encontró su cuerpo, lloró desconsolado al ver, que lo único que le quedaba se había marchado, y culpándose de ello, decidió seguir viviendo maldito en el infierno de su vida pensando que, tal vez, ese castigo purgara sus errores y soñando que, tal vez, en otra vida, pudiera recuperar su honor.
Lo último que el samuray dejó dicho fue;

-“Ahora sé que si uno no elige por sí mismo el camino que desea, por trágico que parezca, nunca será feliz”.

FIN