Wednesday, August 29, 2007

BIB AZAHAR 12

LAS INFANTAS DEL REY
Hubo en otros tiempos que tal vez nunca existieron un gran rey, un rey muy poderoso cuya única afición era coleccionar niñas pequeñas a las que educaba y formaba para después casarse con ellas. Se rumoreaba que el monarca, conocido por todos como Pelthros IV, había llegado a tener hasta mil esposas; sin embargo aquel dato era erróneo, pues ni tan siquiera su vasto y majestuoso palacio tenía tantas estancias. Este polígamo, a pesar de tener tantas muchachas a su disposición, las trataba a cada una de manera independiente en función de su inteligencia, belleza, simpatía y otras cualidades que a él le agradasen. Nunca mezclaba a sus amantes salvo en grandes celebraciones, donde se reunían para comer, beber y bailar, pero en esos momentos el rey no prestaba amores a ninguna para no poner celosas ni ofender a las demás.
Un bonito día de invierno le llegó a Pelthros la noticia de que la hija de una de sus siervas había cumplido la edad de la Entrevista Real, cinco años. Fue entonces el rey con su guardia a la casa de la niña que había sido llamada Unduine por sus padres.
—Eres realmente hermosa—le dijo nada más verla el monarca, pero ella apenas le hizo caso; su picaresco rostro se fijó en uno de los jóvenes soldados que protegían la vida de su señor. Unduine se acercó a él y le bordeó hasta ponerse a sus espaldas, se puso de puntillas y le acarició la espalda mientras decía:
—Pobrecito, tuvo que dolerte mucho que te arrancaran las alas ¿Qué te pasó?
—No te preocupes, mi niña—respondió el rey riéndose—. Mildraed es una de mis exquisitas adquisiciones; nació sin alas, curioso ¿verdad? Mildraed, muéstrale tu espalda a Unduine.
Su escolta no dijo nada, ni tan siquiera cambió su expresión; se limitó a descubrirse los hombros para poder seguir bajando la liviana camisola hasta su cintura.
—¿Lo ves? No hay cicatriz—explicó Pelthros—. Es normal que te extrañe ver a un hombre no alado. Si te gusta te lo regalaré para que te haga compañía y te proteja. A fin de cuentas es mi súbdito más fiel y, ya que eres tan hermosa, con él cuidándote me siento más seguro, pues los que no tienen alas no pueden sentir; será mejor protector que cualquiera de mis eunucos.
La entrevista prosiguió durante toda la tarde.
—Eres la más exquisita, ingeniosa y virtuosa niña del reino—concluyó el soberano. Por tanto te daré el mejor aposento, los mayores privilegios y lujos y todo cuanto desees. Pagadles a sus padres lo que pidan por ella; mi nueva infanta es la mayor de las joyas.
Mildraed cogió de su cinto un saquito que, por el sonido que producía al agitarlo, debía estar lleno de monedas.
—El primer regalo que te otorgo es este vasallo—ofreció el rey.
—Majestad, no puedo aceptarlo. Es una persona y no un objeto—replicó tímidamente la cría.
—Tonterías…—rió nuevamente Pelthros. No tiene alas, no es humano. Mira tus radiantes y solemnes plumas, capaces de envolverte y que te dan ese porte de diosa que ha hecho que me enamore profundamente de ti. Quizás ahora tus alas sean pequeñas y no te permitan volar, pero pronto serás una mujer hecha y derecha y , gracias a mí, recibirás conocimientos y educación; te convertiré en toda una infanta, en mi infanta más amada.
Finalmente el monarca, sus súbditos y Unduine se retiraron al palacio y, curiosamente, la pizpireta chiquilla no derramó lágrima alguna a pesar de tener que separarse de sus padres a tan temprana edad. Ella estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de salir de la miseria que la venía persiguiendo; por eso durante los dos últimos años se había dedicado a perfeccionar su carácter para agradar a su señor y, por suerte o por desgracia, lo había conseguido. Nunca más tendría que pasar hambre, nunca más tendría que vestir ropas raídas…
Pasó el tiempo y Unduine se amoldó a la perfección a su nueva y cómoda vida. Solamente tenía que preocuparse por sus estudios; todo lo demás se lo proporcionaba el soberano. Desde que Pelthros asignó a Mildraed como guardia personal de la última llegada, éste no se separó de la niña ni por un instante. Dormía en la habitación contigua a la de su protegida, aunque tenía pocas horas de descanso pues el más mínimo ruido le desvelaba y le ponía alerta. La acompañaba a dondequiera que ella fuera sin tan siquiera protestar. Unduine sólo tenía que hacer un pequeño chasquido en mitad de la madrugada para que él la siguiese a pasear por el jardín en plena oscuridad. Esto fue lo que ocurrió una hermosa noche cuando la muchacha, que ya había alcanzado los diecisiete años, decidió abandonar su alcoba para ver la luna llena en el estanque. Ambos cruzaron los amplios terrenos hasta que se sentaron a orillas del gran espejo del cielo.
—¿No estás cansado de esto?—preguntó la fémina.
—¿De qué?—dudaba él.
—De la vida que llevas.
—No lo entiendo.
—Yo soy una infanta y vivo bien aquí en el palacio porque se me ofrece todo cuanto deseo, pero tú eres mi guardián, siempre tienes que estar cuidando de mí ¿no estás cansado de eso?
—No, soy feliz porque cumplo con la voluntad de mi señor.
—¿Por qué hablas así? Tú no eres un esclavo. Aunque no tengas alas sigues teniendo una voluntad propia, eres libre; al menos conmigo lo eres.
—Siempre has sido muy graciosa—dijo Mildraed, intentando controlar su afable risa. Ya sé que soy libre. Mi señor me ordenó que te cuidase porque confía en mí más que en nadie, y no porque no tenga alas, sino porque me he ganado su confianza y porque le debo la vida. Cuando yo era pequeño me encontraron dos infantas cerca del castillo y, al ver que yo era un niño no alado, me dejaron allí, no me recogieron. Por suerte el rey Pelthros volvía de una cacería y al verme, en lugar de tomarme por un monstruo, me cogió y me llevó en su regazo hasta este espléndido lugar. Me crió como a uno más, por eso yo me considero como cualquier otro, pero me siento en deuda con él porque si no hubiera sido por su majestad yo hubiera muerto desnutrido y solo bajo un árbol.
Unduine se levantó. Su rostro parecía algo incómodo, o al menos eso pensó su protector, aunque en mitad de aquella oscuridad era difícil distinguir su expresión.
—Voy a bañarme—repuso la mujercita.
—Señora, hace frío, no lo haga, además no lleva ropa de baño alguna—aconsejó Mildraed.
—Lo que yo haga es cosa mía.
Y diciendo esto, con un leve movimiento de su cuerpo, dejó caer la fina y sedosa tela que utilizaba para dormir. Rápidamente el soldado apartó la mirada de aquella soberbia figura desnuda y la joven se zambulló en el agua levitando por unos instantes con sus pálidas alas.
—No me importa que me mires—parloteó con una risa pícara la infanta—. A fin de cuentas Pelthros me dejó a tu cargo porque confía en ti al igual que yo.
—Pero vuestro cuerpo sólo pertenece a un hombre y sólo él puede mancillarlo con su mirada, su tacto y su placer.
—Lo sé. El año que viene cumpliré la edad de perder lo que llevo guardando desde el día en que nací y, en ese momento, me convertiré en una verdadera infanta, en adulta, y cumpliré mi sueño.
Aquel era el último año de infancia de Unduine y lo vivió despreocupadamente junto a Mildraed que, tras tanto tiempo, se había convertido en su mejor y único amigo. Las otras aristócratas la odiaban porque el monarca, desde la llegada de la niña, había sentido predilección por ella y, si en un principio las trataba por igual a todas, poco a poco fue prestando toda su atención y tiempo a la última agregada de la familia, y sólo se solía separar de ésta por las noches cuando iba a visitar a las demás esposas de mayor edad. Sin duda alguna, Pelthros estaba impaciente por que la cría que recogió hacía doce años cumpliese la mayoría de edad. Sentía por ella una profunda admiración, una obsesión desmesurada; se había convertido en el centro de su universo. Después de ella no había entrado en palacio ni una niña más, y las otras se habían convertido en objetos de placer. La caballerosidad del rey se había reducido únicamente a sus relaciones con Unduine.
Finalmente llegó el tan esperado día, la ceremonia de la Emancipación. El monarca llevaba demasiado tiempo esperando aquel momento. Cogió a Unduine bruscamente por el brazo y la arrastró hasta su dormitorio. La empujó contra el mullido colchón, rasgó con violencia su vestido hasta que sus hermosos y redondeados senos quedaron al descubierto y allí, entre algún grito de dolor, Pelthros consumó todo el amor que había contenido en los últimos años. Cuando el monarca se sintió satisfecho se incorporó del lecho y vio cómo su amada seguía allí tirada, sin pronunciar palabra ni ruido alguno. Entonces el hombre empezó a acariciarla; pasó la mano por su sedosa cabellera negra, por su majestuoso cuello, por sus resplandecientes alas blancas, por sus pronunciadas caderas…Pero Unduine no hizo gesto alguno, quedó como muerta. El rey, algo furioso, se levantó, se vistió, se fue pensando que quizás su amor había sufrido algún trastorno por ser la primera vez y decidió no enfadarse con la joven mujer pues, a fin de cuentas, era lo que más le importaba en el mundo. Aquella misma tarde Pelthros dio orden de que nadie le molestara. Unduine, por otra parte, regresó a su habitación cubriendo su cuerpo con las sábanas del monarca, unas sábanas sucias y sudadas por el esfuerzo de la carne. La infanta parecía un fantasma, un alma sin vida que recorría un largo pasillo sin final. No volvió a pronunciar palabra y, sin embargo, el rey seguía invitándola a su aposento todas las noches; ella no se podía negar.
Un día, dos días… una semana… un mes… un año… todas las noches Unduine sintió aquellas manos sedientas de placer rasgando sus alas, mas su cuerpo y ella misma no llegaron a acostumbrarse.
—¿Me amas?—le preguntó Pelthros.
No hubo respuesta. La muchacha llevaba demasiado tiempo sin gesticular palabra. Se decía que alguna extraña enfermedad le había robado la voz y la alegría. Mildraed fue una buena noche a visitar a su protegida.
—Voy a entrar, me da igual lo que tú quieras—dijo el muchacho.
Abrió la puerta y se encontró a la joven llorando desconsolada entre los velos transparentes que cubrían su cama.
—¿Qué te ocurre, Unduine? No eres la misma—y lentamente, como un domador se acerca a una fiera, se sentó junto a ella—. ¿No quieres seguir viviendo en el castillo con Pelthros?—siguió preguntando—. No seas así, sé perfectamente que puedes hablar, te escucho por las noches; mientras sueñas sueles decir cosas raras.
La joven se secó los lagrimones con las mangas del vestido, tomó aire y con gran esfuerzo dijo:
—No quiero quedarme aquí, pero tampoco quiero irme.
—¿Ves? No era tan difícil…Venga, arréglate y saldremos a pasear, como en los viejos tiempos. Hace mucho que no ejercitas tus alas ¿quieres que te lleve a cazar hadas?
—No, gracias, pero no; no quiero tener que esclavizar a nadie, a ningún ser… Eres libre, Mildraed, no tienes por qué cuidar de mí; ahora sé cómo se sienten las hadas cuando se las mete en un tarro y se contempla cruelmente su belleza.
La chica se levantó y fue hacia su tocador. Cogió su gran caja de cristal y la llevó hasta la ventana para abrir posteriormente la puertecita. Todas aquellas personitas movieron con pereza sus inutilizadas alas de mariposa y volaron por el cielo en libertad para siempre.
—¡Qué lástima! ¡Te gustaban tanto y les tenías tanto cariño!—dijo el hombre.
—Merecían ser libres… Ellas no tenían la culpa de los caprichos de esta estúpida mujer, al igual que tú.
—¿Qué es lo que te ocurre? No eres la misma niña de antes—volvió a insistir el guardián.
—He perdido lo único que tenía… Yo ya no quiero poder, no quiero una vida llena de caprichos. Ahora lo sé, pero es demasiado tarde; la felicidad no se puede encontrar siendo esclava de un amo.
—Deberías hablar con nuestro señor, quizá él pueda ayudarte.
—Es imposible. Él es el causante de mis desdichas y, además, ya nadie puede salvarme.
—Eso es cruel, Unduine. Él te ama más que a nada en el mundo, deberías sentirte orgullosa.
—¿Orgullosa? Soy su juguete, su diversión, su placer…
—No es cierto y lo sabes.
—Mildraed…
—Dime.
—¿No hay nada que quieras decirme?—se provocó un silencio incómodo, pero después la muchacha siguió—. Perdóname Mildraed, tengo que ir a satisfacer a Pelthros. Me ha encantado hablar contigo después de tanto tiempo.
El joven ni siquiera se movió y Unduine se fue como el espectro en que se había convertido por el pasillo, en el más estricto silencio. Cuando salió de la habitación Mildraed se cubrió el rostro con las manos y en un tono suave y débil, casi imperceptible, se pudo escuchar: “No vayas”.
Un débil golpe en la puerta sacó al monarca de sus absortos pensamientos.
—Abridme, mi señor, soy yo, Aralis—dijo una fascinante voz desde el otro lado del muro.
—Está abierto—respondió Pelthros, mientras fingía una despreocupada sonrisa—. Estaba contemplando todas esas hermosas hadas; es extraño que estos días haya tantas…
—Mi señor—interrumpió la hermosa dama—nos conocemos desde hace demasiados años. ¿Qué os ocurre? ¿Es cierto lo que dicen nuestros guardianes? ¿Pensáis abandonarnos?
—Lo lamento mucho pero así es… Quizás así Unduine pueda comprender lo mucho que la amo y, sin embargo… cuando estoy con ella no puedo dejar de comportarme como un patán; su cuerpo me transforma en una bestia.
—Jamás os había visto así. Si vos sois más feliz sin nosotras, nos marcharemos; haremos tal sacrificio porque os amamos.
—¿Qué insinúas, mi querida Aralis? Siempre hablas transformando la verdad.
La joven rió y añadió:
—Esa era la cualidad que más amabais de mí—y dándose la vuelta se marchó.
La infanta de alas blancas llegó tras muchas cavilaciones a aquella estancia que se había convertido en la más temible y sangrienta sala de torturas. Encontró a su señor sentado en el poyete de la ventana contemplando el cielo y las esponjosas nubes que vagaban por él.
—Unduine, ¿me amas?—preguntó melancólico, pero ella no dijo nada; se limitó a sentarse junto a él—. Hoy he dado la orden a todas las demás para que abandonen el palacio, las he dejado libres ¿eres más feliz así? ¿Son los celos los que te están matando por dentro?
—Mi señor, vos amabais a esas mujeres y ellas os amaban; habéis sido quien nos ha sacado de la miseria y la ignorancia…
—Merecían ser libres—.
Por un instante la joven se ruborizó; aquellas palabras ya las había oído saliendo de sus propios labios.
—Eres tan hermosa y tan infeliz…dime ¿cómo puedo complacerte? Pídeme cualquier cosa…
En aquel instante Pelthros volvió a ser dominado por sus instintos más bajos y allí, junto a la ventana y el trinar de los libres pájaros, nuevamente acalló sus deseos con la pálida carne.
—Lo lamento—dijo el rey, serenándose.
Unduine se derrumbó. Rompió a llorar recordando su ambiciosa visión del futuro. A su mente volvieron los espíritus y sufrimientos del pasado: recordó las palizas que su madre le había dado siendo una niña, todos los duros castigos a los que la sometieron, todo el dolor que tuvo que vivir para llegar a donde ahora se encontraba. Todo aquello la había conducido a ser la más amada y, sin embargo, seguía sufriendo. Todos los caprichos, toda la educación, todo el amor y el cariño no la habían hecho más feliz.
—¿Por qué lloras, mi niña?—preguntó el monarca.
—Perdonadme, son lágrimas de felicidad, me siento dichosa por lo mucho que me queréis.
El soberano, no conforme con aquella mentira, se levantó indignado y se marchó a descargar su ira sobre algún inocente criado. Unduine, una noche más, retornó fatigada a su dormitorio. Allí seguía Mildraed.
—¿Me acompañas al lago?—rogó la muchacha.
Su guardián, que bien la conocía, sin mediar palabra la siguió como cualquier otro día, como era su deber. Al llegar, la joven mujer se liberó de sus vestimentas y se lanzó al estanque como ocurriera dos años antes, mas ya no había risas, ni miradas… Por más pura y cristalina que era el agua, ella no se sentía más limpia; por mucho que intentaba arrancar las marcas de su señor le resultaba imposible, su cuerpo se había consumido en los brazos de un hombre al que ella no amaba. Varias lágrimas rompieron la uniformidad y rectitud de un agua en calma con unas graciosas ondas. “Si muero, todo acabará”, pensó Unduine. Sin embargo su turbia reflexión se vio interrumpida por Mildraed quien, sigilosamente, había ido acercándose a ella hasta poder abrazarla cálidamente por la espalda, tan fuerte que los dos cuerpos serenos y desnudos parecieron mezclarse.
—Traicionemos a nuestro rey—susurró el hombre, mientras besaba dulcemente los hombros de su protegida—vayamos a donde nadie nos conozca, tengamos una vida juntos…no quiero seguir compartiéndote…Te amo.
—Lo siento, este es el camino que tomamos. Tú le debes la vida a tu señor y yo le debo mi amor incondicional—dijo la mujer alejándose de su guardián.
—¿No me amas? ¿Todas tus provocaciones no han sido más que un juego? ¿Me haces ponerme en contra de mi rey para nada? ¿Me enamoras para abandonarme?
—Estoy cansada. Buenas noches.
Por primera vez Unduine recorrió sola los dominios del castillo hasta que llegó a sus aposentos. Cerró la puerta y un escalofrío sacudió su cuerpo al recordar los labios de Mildraed sobre su piel.
En aquellos días el palacio estaba muy apagado por la ausencia de todas las infantas; muchos soldados también se habían ido. La alegría y la majestuosidad que solían habitar entre aquellos muros habían desaparecido. El soberano, por entonces, pasaba la mayor parte del día contemplando el monótono paisaje que parecía vanagloriarse de que el tiempo no le inmutaba. Solía ver a la última de sus mujeres paseando a veces sola, a veces con Mildraed, a un hombre y una mujer fuertes, jóvenes, vivos… Contrastaba con frecuencia aquella belleza con sus decrépitas y desgastadas manos. “Nos marcharemos porque os amamos”… Reflexionaba sobre aquellas enigmáticas palabras cuando el sol estaba al caer, pues el cielo adquiría los mismos tonos rojizos que los cabellos de Aralis. “Unduine sería más feliz con un hombre vigoroso y enérgico”, pensaba a veces. Otras, en cambio, creía que lo mejor era mantenerse junto a ella; la obligaría a amarle. En su interior el rey comenzaba a perfilar una sentencia entre el desorden de sus ideas: “Si matara a Mildraed”…”Si Unduine fuera libre”…”Si volviera a mis cabales”…”Si le enseñara algo nuevo”…
—¿Me amas?—le preguntó un día más Pelthros a su amada.
—Mi señor, sois todo cuanto tengo—respondió ella, mientras lentamente se iba desnudando. Una noche más el soberano perdió el juicio al ver aquellos hechizantes senos, aquel terso cuello, aquellas suaves alas… Súbitamente empujó a la mujer contra una montaña de confortables cojines y sus labios recorrieron todo su cuerpo. Unduine cerró con fuerza los ojos; así le parecía más fácil soportar aquellos dolorosos instantes. Sin embargo aquella vez fue diferente, pues el monarca se detuvo; su mirada se perdió en la nada.
—Mi niña…—dijo finalmente con voz ahogada—. Vete, vete antes de que mis deseos se apoderen de mí. Huye, porque yo ya no soy aquel rey que tanto te adoraba; tu cuerpo me ha corrompido, me ha vuelto loco. Ve a donde jamás pueda encontrarte, vive por amor y escapa de esta fiera que lentamente nos devora. No son los celos los que te están matando, sino yo. He quedado tan ciego con el resplandor de tu cuerpo que he sido incapaz de ver lo mucho que me desprecias. Quizás ese instinto que vive en mí no ha querido verlo, pero yo te amo. Realmente te amo, y si yo soy tu mal mejor que no estés aquí. Huye mientras quede en mí algo de razón. Creerás que estoy loco, pero hasta antes de que tú entraras por esa puerta yo era el hombre de siempre…
—Majestad…
—¡Ciego! ¡Imbécil! Yo lo he visto, he visto cómo tu hermosura se perdía junto a este viejo carcamal, y he visto tu juventud junto a Mildraed. He oído vuestras risas en el lago. Definitivamente necesitas a alguien como tú, te mereces la felicidad. Yo… mi sueño siempre fue tener un palacio lleno de mujeres que me amaran por mi bondad, yo sólo pretendía salvar a esas niñas que se mueren en la calle en la miseria, salvaguardar sus maravillosas virtudes, pero ahora soy tan sólo un tirano más… no te merezco… a ti no quiero hacerte sufrir…vete.
—Gracias, mi señor—dijo ella cubierta de lágrimas.
—Me alegro de poder haberte hecho llorar de felicidad al menos una vez, al menos algo he hecho bien contigo—bromeó Pelthros mientras salía de su alcoba.
Unduine corrió hasta los aposentos de su guardián, el cual parecía ocupado metiendo sus escasas pertenencias en un saco.
—Llegas a tiempo, me voy. Como eres la única infanta no hace falta mantener un ejército tan grande—explicó el muchacho—. Lamento mucho haber intentado llevarte por el mal camino; supongo que por no tener alas, soy un demonio. Siento haber estado a punto de arruinar tu bondad.
—Iré contigo—respondió ella sonriendo—. Recorramos juntos todo el mundo, todas las ciudades, todos los pueblos…
—¿Piensas fugarte?
—No, soy libre, la última orden de su majestad es que vaya contigo. Tenías razón, es un gran hombre… en el fondo.
—Coge tus cosas, será un largo camino.


FIN

AROA RAMOS ZÚÑIGA
2º BB .I.E.S. Huerta Alta